viernes, 17 de junio de 2011

charo














Entonces Madrid era un hervidero y las agencias un lugar divertido. Ella era una señorita de Las Rozas y yo un paleto de Ciudad Real. Tenía la frente muy redonda y reía con los ojos. Yo usaba bigote y tupé, y me hacía la raya al modo en que mi madre me la trazaba, con el pelo mojado. Aún iba de un sitio a otro en una Ossa Enduro. Nos reíamos de los clientes, que pagaban y mandaban. Ella era ingeniosa y yo siempre estaba dispuesto a reír.
Un día de invierno me congelé en la moto para traerle una tortilla de champiñones desde el pueblo, pues no era época de cardillos. La tortilla iba en un macuto y empezó a chorrear aceite.
Yo era un cerdito y ella una señorita de Las Rozas. A veces, me asomaba el pitorro de la boina.
Fue un pequeño trozo de nuestras vidas en el que coincidimos. Después desaparecimos.
Y ahora, después de más de veinte años, nos volvemos a ver. Apenas si nos conocemos. Ella me saca por la voz y después reconoce mi sonrisa. Sigue teniendo ese tono en que destaca ciertas palabras que no esperamos. Ha perdido un poco ímpetu. Todos andamos más tranquilos. Es profesora de yoga. Me reclama el moje de cardillos ese que nunca llegó. Le choca mi pendiente.
Mientras hablamos, escondo mi mano en mi espalda. Nervioso, no hago más que estrujar esa vieja boina negra.

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