sábado, 16 de julio de 2011

en suruga junto al monte utsu, ni en la realidad ni en el sueño yo te encontré

Beni y yo merendamos sobre la zona de césped de un jardín japonés. Al terminar, nos encendemos unos cigarrillos cubanos largos y estrechos. Una campana pica a muerto, siempre la misma nota, como en Mestanza. Cuando el humo atraviesa mi garganta, cierro los ojos y veo las plantas de tabaco de que están hechos. Plantas verdes, vivas, al sol y movidas por el viento.
Tiramos las colillas al césped mientras nos levantamos. Al alejarnos, oímos un ruido de ramas quebrándose y, al volvernos, como la mujer de Lot, vemos un pequeño incendio.
Me sobresalto, pido un cubo para coger agua del lago. Alguien comenta el extraño  mecanismo de una fuente que puede usarse contra incendios. Se gira la tuerca que sujeta el grifo y sale unido a una manguera. Al tirar de ella, el agua coge presión, saliendo un potente chorro.
Con ella en la mano, atravieso sin miedo el lago. Apago los matorrales y luego los pinos que aún crepitan.
Estoy cansado y sudoroso en mitad del bosque. Veo un pequeño templo de piedra blanca azulada, las aristas de los tejados acaban en una curva ascendente con unos dragones de cerámica anaranjada. Me acerco a su fuente y me echo agua fresca sobre la nuca. Un movimiento, algo extraño, noto una presencia junto a la puerta.
Es un templo abierto con columnas lacadas en rojo. Por las esquinas y encima de las paredes, entra luz. El suelo es de fibra vegetal, me descalzo y camino despacio sintiendo la fibra en la planta de mis pies. Mi peso curva el suelo, noto que cede. Huelo humedad. Hay un bloque de piedra pulida al fondo y una mujer muy blanca con un kimono muy simple en la penumbra. Me acerco atraído. Tiene el pelo muy negro, suelto y con las manos acaricia una estatua sin tocarla, en una especie de danza. La prenda sólo se abrocha con un cinto de tela blanco. Deja ver parte de sus pechos blancos. Miro sus ojos tristes. Acerca su mano a mi cara como hiciera con la estatua, me susurra: más tarde. Todo mi interior se remueve.
Vuelvo al jardín. Mis amigos me felicitan ignorando que yo he provocado el incendio. Me abrazan haciendo el gamberro. Les pido por favor que me dejen tranquilo. El portero están metiendo la manguera en la fuente. Ellos me pasan un tubo de cristal curvo con un gatillo, como una pistola. Es una cerveza seca que, al disparar, produce una reacción química que crea una otra fresca y espumeante. Me la llevaré para compartirla.
Cuando entro en el templo, ella está esperando. Me indica que me acerque a su lado (no he oído su voz), sobre un futón plegado. Empieza conmigo esa danza que vi de sus manos. Noto sus yemas sin tocarme, esa fuerza electromagnética del tren bala. Cuando mis telas caen y toca mi cuello, esa fuerza levanta mi vello, ensancha mi frente y abre mis poros. De ellos salen millones de seres microscópicos que corren azorados de un lugar a otro produciéndome un cosquilleo que me emociona. Trato de tocarla delicadamente, con el máximo mimo, para no romperla como el cristal de una copa guardada para los mejores momentos. Le abro el kimono. Dentro hay un cuerpo blanco de unos cuarenta años, su piel ha cedido un poco. Las tetas pequeñas, los pezones rosados.
Cuando llegan las voces de mis amigos, estamos bebiendo la cerveza a ambos lados de un viejo escritorio. Noto que sonríe con ese rubor tenso del que oye una hermosa poesía. No puedo soportar el griterío y las risas en este santo lugar, en este santo momento
¿Qué tal la cerveza, funcionó, está rica, fresca?
Se acerca a una escalera y me indica que la siga. Todo es de azulejos azul cielo. Bajamos descalzos, cada escalón está más húmedo. Señoras con kimonos azules y pañuelos en el pelo, llevan fardos de ropa usada y limpia y planchada, quizá sábanas. Entramos en una estancia donde se llena una gran bañera de azulejos. Sigo su espalda ¡Tiene el pelo tan negro!
Tetsuya Ichimura , Kimono , 1964

No ha pasado un segundo cuando entramos de la mano por la puerta de la clase de música que imparte su amiga. Nos señala dos pupitres vacíos. Nos sentamos lentamente para no hacer ruido. Mi pequeño chillido lo incorporan a la música.
Entre todos, están adornando una melodía ya hecha. Todos tocan percusiones, xilófonos y otros aparatos que incorporan sonidos. Un irlandés pelirrojo lo mete todo en una especie de teclado. Alguien silva como los pájaros. Un japonés muy gordo, que suda constantemente y luce un collar de oro, parece divertirse sacando un extraño sonido a su barriga.
La profe me tiene preparado un micro para que cante. Yo miro a mi compañera, que desvía la mirada a su falda plisada azul marino. Oigo la canción completa. Si suprimo la melodía, la base parece una caña. Tú eres como la caña, recuerdo. Entonces respiro profundamente y la miro como si fueran mis últimos minutos. Tiene un brillito en los ojos que podríamos añadir con tipex. Lanzo mi voz cascada imitando a El Chocolate. ¡Sea lo Dios quiera!


El titular es de un poema de Ariwara No Narihira, del siglo X, que me venía que ni pintado.

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