viernes, 4 de mayo de 2012

la vieja ciudad y la ópera antigua

Salimos tardísimo. Atravesamos una colonia de casas bajas de ladrillos a dos aguas, con chimeneas a la inglesa. Callejuelas pequeñas donde sólo entran las bicicletas. Gente en pijama juega a una especie de dominó alrededor de una mesa.
La residencia de Sun Yat Sen, de los años treinta, es simple y bonita, con mucha madera y chimeneas. Librerías acristaladas albergan fotos de los cantos de los libros originales. También subimos al edificio de la sede del I Congreso Nacional del PCC. Y, al fin, la Ciudad Antigua, nuestra idea arraigada de la China milenaria. Edificios de madera con tejados de teja negra del revés con la terminación de sus aristas en una curva ascendente, donde corretean distintos animales. Mucha gente. El árbol de los deseos, en cuyas ramas enroscan una cinta roja atada a una moneda con agujero cuadrado en el centro. Canales con puentes en zigzag que llegan a un estanque, en cuyo centro hay una pagoda con perros en las aristas de los tejados. Es un salón de té, donde nos acomodamos. Hay tes de todo tipo de flores. Nos recomiendan de jazmín y crisantemo, el primero mucho más sabroso. Las teteras de cristal llevan la flor dentro con agua , que un señor va rellenando. También ponen unas tapas: huevos medianos cocidos con sal y alguna hierba, una hoja verde rellena y caramelos como aceitunas pasas con un hueso dulce.

Paseamos hasta el río, y luego por el paseo fluvial hasta El Bund. Al otro lado, Huangpu, lleno de rascacielos, entre los que sobresalen el pirulí, con luces de colores intermitentes, y otro con una pantalla gigante que se pierde entre las nubes. Abajo hay mucha gente repartida entre los pequeños restaurantes. Muchos quieren fotografiarse con nosotros, somos raros. Nos cogen del hombro y todos sonreímos.  Mientras todos hacen  fotos, un mendigo tumbado en el suelo bajo la lluvia acerca un cazoleta completamente vacía. Nos metemos en un japo y nos pedimos la superbandeja de sushis y makis con unas cervezas, que nos cuesta unos nueve euros. La infusión sabe a café, pero no hay azúcar que la arregle. Subimos Beijing y cogemos un bus por un yuang.

La ópera actual es una loa apologética de la Revolución.
Una epopeya cargante con regusto naïf.
La ópera china tiene unos personajes tipo que siempre aparecen: la guapa y el cómico. Cargados de maquillaje, ambos llevan unas enormes plumas (¿de faisán?) en la cabeza, como cuernos, que resaltan los movimientos de la danza. El cómico lleva un gorro parecido al tricornio benemérito y unas orejas de marciano, se mete el abanico en el cuello del camisón, canta y hace piruetas con el joven equilibrista. Música y danza van al ritmo de una caja de madera. La melodía la lleva un extraño instrumento parecido a un violín. El cante de ella resulta rocambolesco, pues el chino cambia el significado según el tono. Es cuando más se complica cuando más aplauden. También cuanto más difícil es el ejercicio de equilibrismo. Cuando ella canta de aquella manera y baila haciendo mover sus plumas y el final de sus mangas mientras el cómico hace coros entre terribles piruetas, el público enloquece.


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