viernes, 17 de agosto de 2012

doménica vancouver




Desayuno tomando el fresco en la terraza de la cafetería de la Biblioteca Pública, que parece un coliseo romano de ocho pisos, sin contar los sótanos, en cuyo interior hay un cubo de cristal. Hoy está cerrada, pero mantiene las mesas y me he traído un café con leche, que me tomo tranquilamente.

Echo la mañana en la Vancouver Art Gallery, donde veo una expo interesante de máscaras indias. Me encanta la de oso, pero, sobre todo, las pelis mudas de las costumbres indias. Son mágicas, te atrapan. Los totems son una especie de memoria familiar, una historia de antepasados que sólo ellos comprenden. También me gustan algunas ideas como la proyección de imágenes en movimiento sobre diez capas verticales de gasa separadas y la atmósfera que crea o una alfombra japonesa de alfileres con la punta hacia arriba. Resulta penoso ver un grupo de disfrazados de indio cantando sus canciones, con los pantalones cortos debajo del traje. De los pintores, me llaman la atención James Wilson Morrice, Emily Carr y el grupo de los siete. Dibujo un rato con los niños en esos colchones que han puesto en las salas por ser hoy el supersunday. En la vieja Europa, sería una profanación.
Pero lo mejor, sin duda, es el circo de Maria Fernanda Cardoso, la reina de las pulgas, el Cardoso Flea Circus. ¡Pasen y vean! La lucha sin cuartel de las pulgas mosqueteras, las pulgas trapecistas, la conquista del Everest, la pulga bala de cabeza dura,  Samson, la pulga forzuda que tira del tren. La pulga Alfredo, que se tira al dedal de agua desde un considerable altura, y falla. Pasen, pasen señores, las localidades se están agotando.

Salgo hambriento en busca de un japo, pero quedo atrapado en la trampa de un steak sandwich suculentamente fotografiado, que acompaño de una ensalada multicultural, una cerveza glaciar Kokanee y, luego, helado y café. Bastante barato.

Me acerco a la playa. De camino, visito el hostel, que me gusta bastante, y reservo para la vuelta y dos días en el de Victoria, la capital de Isla Vancouver. La playa está cerca. Hace fresco y no apetece bañarse, pero sí tomar el sol en los gruesos troncos tumbados que han puesto para el caso. Los valientes se bañan. Al fondo, grandes barcos mercantes atraviesan la bahía.

Me gusta esta ciudad tan abierta, tan joven, que parece haberse hecho para el disfrute de la gente. Se respira libertad. La playa y las calles tomadas, los comercios abiertos en que se venden cosas extrañas, cosas de segunda mano que alguien no necesita, pelos teñidos, peinados creativos, ropa autoconfeccionada, muebles desgastados... Compro una pluma y un rotulador caligráficos y me siento en el Spuntino delante de una pinta fresquita, una Lager Big, mirando a los jovencitos sentados en el suelo. Llego a Granville. El pub folk está abierto. Un grupo decadente con sombreros vaqueros canta canciones country. El público se parece a ellos, viejos cowboys entristecidos por el tiempo. Luego oigo blues en el club del hotel. Me tomo una sopa koreana liofilizada. Pica que rabia. El portero de hoy se enrolla. Me explica cómo ir al ferry en autobús, los horarios y el trayecto en un plano. Me dice que ni se me ocurra coger un taxi, pues me lobeará 50 pavos.

 

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