miércoles, 26 de septiembre de 2012

san miguel y querétaro




Una explosión, acompañada de banda de trompetas, tambores, perros y gallos, me saca de la cama tempranito. Está amaneciendo. Alguien dejó un champú con etiqueta hebrea, me lavo el pelo a conciencia. En el café de la esquina de Unión han cambiado los manteles.

Como San Miguel de Allende está cerca, cogemos un autobús económico, que da un rodeo y para en todas las poblaciones. No hay prisa. Está lleno de mujeres arrugadas con esa extraña mirada y niñas-madres con sus crías a cuestas. Las mayores llevan una especie de mandilito y las jóvenes llevan la piel estirada, los ojos rasgados y las manos muy estropeadas. En la ventanilla pasa nuestra propia película, como si fuera un domingo perdido de parejas paseando, niños escondidos bajo las higueras y borricos pastando, y ahora lo recuperase con el viento en la cara. Las mujeres bajan por los senderos para coger la viajera. Me siento feliz. Hasta que llegamos a San Miguel de Allende, un pueblo colonial de casas bajas de colores y muchos escudos y patios.

Entre guiris de la tercera edad, vemos la iglesia y convento de San Antonio, San Felipe Neri, San Francisco con su fachada churrigueresca, el Jardín de los arcos con sus refrescantes laureles chinos y La Parroquia que, cuentan, hizo un albañil autodidacta que dibujaba sus cambiantes planos sobre la arena. Después de ver la casa de Ignacio Allende, comemos en un fresco patio, empedrado y lleno de plantas, suflé de calabaza, crema de maíz, conejo al vino tinto y chile relleno. Sospechamos del conejo, de grandes costillas y sabor disimulado. Beni piensa que me han dado gato por liebre. Me acuerdo de esos perros sarnosos que recogían con acerado lazo y ahí se queda, me como los frijoles y un bizcocho de manzana y pasas con licor. Descansamos en el selvático y descuidado Parque Juárez. Todo queda mermado ante la escuela de arte, precioso edificio, que fuera un convento, alrededor de un gran patio. Visitamos las pequeñas clases, celdas ahora llenas de luz, y vemos algunos murales de Siqueiros.

En Santiago de Querétaro nos extraña ver tanta bici, que usa hasta la policía. Nos cuentan que hay un programa público para su uso. Es una ciudad grande, capital del estado de Querétaro, con un gran cinturón industrial y nivel alto de renta; es decir: cara. La gente está descansando bajo los árboles. Bares pijos. Mendigos. Grupos de músicos ciegos. A las diez de la noche está todo cerrado, deprimente comparado con Guanajuato. Hoy es día de fútbol y beben jarras de cerveza ofertada en la plaza. Se ponen pesaditos los camareros para que nos sentemos, nos acompañan con la carta abierta. Nos vamos al hotel. Preguntamos qué pasa que no hay nadie, acaso es por el fútbol. Nos dicen que es una ciudad tranquila, que todo el mundo trabaja desde muy temprano. En la tele, el Irapuato juega contra el Chivas. El árbitro no pita ni una falta, y yo pienso en la mordida.

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