domingo, 3 de febrero de 2013

a bolivia


Los Uros constituyen una de las etnias más antiguas de toda América (Evo Morales es uro), algún estudioso piensa que vinieron de la Polinesia. Ahora se dedican a hacer cuatro representaciones diarias en temporada baja y unas cien en temporada alta. La misma representación todos los días de su vida. El caso de los quechuas de Taquile es distinto, ellos han luchado por controlar el turismo, han regulado las entradas, han comprado sus barcos, han asociado a sus guías y enseñan sólo lo que quieren.


Paseo mañanero a la Catedral. Magnífica fachada con preciosas esculturas de gusto y manufactura indígena: sirenas tocando el laúd, músicos pajarillos y San Miguel matando un diablo con alas y la espalda retorcida. ¿De dónde sacó el diablito? me pregunta una señora de bombín fisgoneando en mi dibujo.



Ponen alfombras de colores y sacan los bancos para una misa en la plaza. Los militares rodean a la Virgen de la Candelaria. Un ciego molesto y andrajoso, con cuatro pelos largos en su barba lampiña, pide dinero con un cazo. Le doy un sol. De golpe empujones de señoronas y señorones con traje negro. Sacan a la Virgen a la puerta, junto al ciego, para que el pueblo la vea. Las señoras le lanzan pétalos amarillos. Por azar del destino, y su proximidad, los pétalos caen sobre el ciego que, al sentirlos, ilumina su cara como a un santo.



Vemos el Museo Carlos Dreyer, una bonita y resumida colección con cerámicas chimús (con fines claramente masturbatorios), chancays e incas. De los incas, las tres momias encontradas, con el oro a cuestas, en Sillustani, unos enterramientos cercanos a Puno. En bus, nos acercamos a la casa de Benigno Aguilar, que ya nos tiene preparada su colección de dibujos puntillistas y, en la terraza, sus cuadros al óleo. Es profesor de Ciencias Sociales y pinta por afición. Quisiera mi opinión y yo le digo que no soy quién. Me gusta que el contenido de su trabajo me lo explique con entusiasmo, esa obsesión por la mitología del lago, que ve diariamente desde su terraza. Quedamos en mantener una comunicación. Sólo quiere hablar de lo que le gusta y escuchar.

Camino de Copacabana, Bolivia, nos cuentan que el nombre se lo puso un náufrago brasileiro que apareció milagrosamente vivo en este punto del Titicaca. Orillamos el lago viendo huertas y gente trabajándolas, con una luz amarilla, burros , alpacas, chanchos, perros, gallinas, borregos lanudos y niños que se revuelcan jugando con toda la lista de animales. De vez en cuando, grupos de casas de adobe y paja o metal ondulado brillante. Por sus calles adoquinadas, gente que vuelve del campo y algunas vecinas de cháchara.

Pasamos la frontera rápido y sin problemas. El autobús está lleno de guiris que han recurrido al plan b ante la imposibilidad de ir a Cuzco. Cambio dólares a 6,80 bolivianos y ayudo a un señor mayor que difícilmente tira de un carro, subiendo la cuesta, hasta la barrera de la frontera. Por un momento, he vuelto a Perú.

Copacabana ya es otro mundo. Mucho más barato. El hostal nos cuesta la mitad que en Puno. Rápido dejamos las cosas y vamos a alimentar nuestra curiosidad. Hay fiesta y música por todas partes. Vamos a la plaza. Suben la cuesta parejas muy arregladas: ellas con mantilla brillante de flecos, falda brillante tan tableada que las hace más gordas, bombín pequeño y muy alto y zapatos de charol sin tacones; ellos de traje de rallas a lo mafioso y sombrero de ala ancha a lo gavilán. Ellos van dando tumbos y sus señoras los sujetan. Cuanto más bajamos, más parejas en tan lamentable estado. Ellas se ponen graciosas, coloradas y sin parar de reír.

Seguimos la senda de la música y el olor a cerveza. La gente arremolinada, mezclados por la calle.
Llegamos a la verbena. Un foco ilumina los trajes blancos, la gente dando tumbos, los bombines bailando y las narices rojas. En los laterales, puestos de cerveza. A ocho me grita la señora al oído mientras me da una Paceña de medio litro, el casco también vale platita. Cuando descansan los músicos, empieza otro baile a cien metros. Movimiento de masas, una locura. Todo el mundo baila.

Rompe a llover y nos vamos, creo que somos los únicos a los que le importa. Subiendo, adelantamos a una familia tomada. El padre habla con el perro, guau, guau le dice. Nos miramos pensando en dónde coño hemos llegado y nos partimos de risa. Cuando llegan los neohippies malabaristas al hostal, se ponen a tocar la quena y el tambor como si fueran aymaras. Unos pesados es lo que son.

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