sábado, 16 de febrero de 2013

un potosí

Sueño con una gran asamblea de guaraníes, con su pelo lacio y flequillo en ralla horizontal. Los hacendados de Santa Cruz los tienen esclavizados con el truco del préstamo inicial cuya deuda cada
vez es mayor y hay que pagarla con trabajo (por cierto que la Iglesia ha tomado partido por los hacendados, la mejor apuesta). El caso es que el Ché, que está dejando de fumar y el mono lo pone muy irascible, habla con ellos mediante traductor simultáneo, con cascos, y con el atraso pasa lo que en
el anuncio ese de internet en que las respuestas ya corresponden a otra pregunta. Golpea la mesa, que es un viejo pupitre de escuela, y derrama toda la tinta, y me mancha todo el cuaderno.

Primera parada en la famosa Casa de la Moneda. Obligado el guía. Máquinas antiguas tiradas por mulas y prisioneros, luego de vapor y más tarde eléctricas, hasta que vieron que acuñar una moneda de un bolívar costaba uno y medio. Y se cerró. Una buena pinacoteca del virreinato, minerales, monedas y objetos de plata. Mucho tiempo entretenidos en las máquinas y muy poco en lo que me gusta como la sala arqueológica o planos antiguos de Potosí. Así son las visitas guiadas.


Hay un óleo que merece la pena una buena parada: representa al Cerro Chico como si fuera la Virgen (del Cerro), arriba la cabeza con un áurea y todo el cerro es un manto del que salen dos manos también con áurea. Encima de ella, la Santa Trinidad: El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sobre la punta, en forma de paloma. Debajo los dioses indios: el Sol, la Luna y la Pachamama-Cerro-Virgen, el sincretismo. El cerro-manto rojizo está surcado de caminos. Allí está el indio que encontró la veta y los primeros españoles que fueron a verla. Las primeras excavaciones. Abajo, y un poco mayor, el Inca, que fue a ver qué pasaba con su cerro sagrado y una voz le dijo que lo exprimiría gente de muy lejos. Y ya en el suelo: Potosí como una bola de plata rodeada de las autoridades civiles y eclesiásticas. ¡Cuánta
información en un metro cuadrado!

Iglesias y casas señoriales con patios. Pero, sobre todo, paseos por sus calles pequeñas y abigarradas, repletas de puertas historiadas y balconadas de madera. Y en los cruces, al fondo, el Cerro Chico comido por las excavaciones (ha bajado casi 500 metros), o la torre de una iglesia, las montañas de alrededor agarrando las nubes o ese sol rojizo que se pone al atardecer. Potosí está muy bien, casi todas sus calles céntricas son chulas (dos kilómetros a la redonda) y no está muy restaurado. La gente vive en esas casas. Hay puertas barrocas llenas de polvo que esconden una tiendecilla de confites o golosinas.

Al atardecer los suelos de adoquines brillan y todos los estudiantes van a alguna fiesta de carnaval (cansados de tanta agua), los quiosquillos se encienden y empiezan a echar humo. Huele a carne braseada, a dulces, a ají, a masa frita. Hay sitios estupendos para descansar como la terraza de la heladería de la plaza del Mercado Central (de Luis Alfonso Fernández) donde hay unas gradas donde descansan abuelos y abuelas (igual son de mi edad, aquí es imposible calcularla con esas caras negras llenas de grietas, se jubilan a los 55 y llegan muy pocos). Ahí me he dibujado a unas cuantas. Las confiterías están llenas de gente por la tarde y puedes encontrar de todo, pues aquí son populares.

Cuando los estudiantes ya se han cansado del agua, y van tranquilos por las calles, agotados, entonces da gusto pasear por Padilla, una peatonal llena de quiosquillos de señoras que venden de todo, tranquilamente y con tres cuartos de litro de sureña en la barriga. Me siento bien, me acerco a una señora y le pido un cigarrillo y fuego. Le doy un bolívar y me devuelve un caramelo.

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