domingo, 18 de septiembre de 2016

paseando por helsinki







Me despierta la luz que entra por la ventana. Me levanto y me asomo al cristal. Un sol espléndido ilumina Helsinki. Ahora todo se ve de otra forma. Las cúpulas y la ciudad tranquila y vacía me recuerdan a Sofía. Los tranvías y los mástiles para las banderas.

Desayunamos con unos pescados ahumados y marinados con eneldo. Puesto que no hay un guía cagaprisas, decidimos pasear por el centro.

Impresionante la estación art nouveau Helsingin päärautatieasema, con cuatro grandes hombres con esferas de cristal en las manos a ambos lados de la puerta. Los tejados son de cobre reverdecido, así como el reloj de la torre. Paseamos por dentro y tomamos un café en la impresionante cafetería.

Todo está lleno de arces que un otoño madrugador ha pintado de rojo y amarillo. Bebemos agua en un bar muy bonito metido en una casa, subiendo una escalera. Las casas más bonitas son las modernistas, también hay otras con aspecto socialista. Acabamos en la Plaza del Senado, con una estatua de Alejandro II de Rusia y una escalinata hasta la catedral evangélico-luterana, un edificio blanco, simple, limpio, con forma de cruz griega, cuyos brazos acaban en cuatro frontispicios apoyados en una columnata de estilo neoclásico. Coronan una cúpula central de bronce verdoso y otras cuatro pequeñas en las esquinas. Está muy alta y se ve desde toda la ciudad. Dentro es circular y está limpia, sin imágenes.

Paseamos hacia el puerto, siguiendo el hermoso edificio de ladrillos rojos y cúpulas verdes que es la catedral ortodoxa de Uspenski, del quedarse dormida de la virgen, pues los ortodoxos creen que la virgen no murió, sino que solo se quedó dormida. Enfrente, los edificios rojos del puerto.

Aquí hay un mercado callejero donde te ofrecen a probar. Compramos una lata de huevas con un esturión azul dibujado en la tapa y unas galletitas de pan con las que nos la comemos mirando al agua y los barcos. También cae una empanada con jurel, un cangrejo supersabroso y unas piezas de fruta. Todo regado con cerveza.

A las cuatro y media llegamos a nuestro barco, un rascacielos flotante de cristal. El camarote está muy bien, en el noveno piso con vistas (una ventana muy grande) al Mar Báltico, cuatro camas, baño con ducha y retrete, televisión y teléfono. Paseamos, la gente anda despistada. Algunos listillos ya se metieron a la piscina caliente o al jacuzzi. Nosotros pillamos una cervezas sin y nos sentamos en unos sillones en la cubierta acristalada. Arces y castaños cogen colores amarillos, marrones, rojos y oro. Enfrente está las bonitas islas de Saarenkari y Luoto, a la izquierda el puerto con las dos catedrales detrás.

El sol nos adormece, tras estos cristales que nos separan del frío. En esta plácida debilidad pasan islas con moñas verdes y embarcaderos y barquitos pequeños. Se asoman y nos saludamos despacio, con las manos y una sonrisa. El sol las dora y quema el agua, silueteando los barquitos de vela. Bebo una cerveza Leningrad Cowboys, el mismo nombre que el de esos rockeros finlandeses con el flequillo afilado.

Nos acostamos. Las estrellas nos acompañan. El propio barco ilumina las olas que crea. Sábanas blancas y un edredón. Nos besamos mientras el barco se desliza. Después se hace el negro.

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